Por más que, en efecto, insisto, la literatura zombi pueda considerarse un género específico, sometido a sus muy bien definidas reglas, en ocasiones encontramos obras que van mucho más allá, y que superan las limitaciones genéricas para hacer de la pandemia de los muertos un producto cultural absolutamente distinto. La novela que nos ocupa es uno de esos casos, en tanto que está más cerca del Pedro Páramo de Juan Rulfo o de Cien Años de Soledad que de los convencionalismos del género: tanto en su lenguaje como en su estructura apreciamos una clara distinción respecto de otras obras sobre (o de) zombis.
Asistimos a una Andalucía irreal, devastada por la guerra entre los muertos y los vivos, y nuestros acompañantes y protagonistas del relato son, precisamente, tres muertos devueltos a la vida, a una nueva no-vida, en la que las motivaciones que les movían cuando se encontraban vivos han sido olvidadas o mutadas irremediablemente por un hambre incesante. Un detective que viaja al corazón de la contienda en acto de servicios y oscuros experimentos científicos completan el cocktail letal que nos ofrece Alejandro Castroguer en sus funciones de exquisito barman.
Son muchos los escenarios andaluces en los que transcurre la Guerra de la Doble Muerte, pero nos quedamos sin duda con la trepidante acción que tiene lugar en nuestro querido edificio de La Equitativa. Y, en todo caso, más allá del detalle de las localizaciones, nos quedamos con una obra que demuestra que el género zombi está también abierto a la exquisitez.