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EL MANANTIAL, de Alejandro Castroguer

Vamos a prescindir por un momento de toda la pirotecnia de sexo y violencia que fluye a lo largo de “El Manantial”, y que emparentan a la obra con clásicos de la letra impresa en sangre y semen (a la referencia más obvia de “El Señor de las Moscas” se pueden añadir desde las no menos obvias peripecias del “entrañable” Patrick Bateman de “American Psycho” hasta los desvaríos eugenésicos de “Las Benévolas”, pasando por el sadismo homo de Dennis Cooper). Si conseguimos bucear en las inquietas aguas de la obra, apartando los miembros –genitales o no– amputados que flotan con la corriente, nos enfrentamos a la esencia del mal, y a una incómoda reflexión sobre su carácter congénito o adquirido, y es ahí donde radica el principal interés de la novela.

No sabemos cuál es el origen de la enfermedad que ha transformado a la población en cadáveres hambrientos –más allá de la referencia a un posible accidente en el que están involucrados bombarderos cargados de cabezas nucleares–, y esto nos genera la misma inquietud que ya pudimos disfrutar en “La Carretera” de Cormac McCarhy. Pero más inquietante que lo anterior es el hecho de que tampoco sabemos –ni nos atrevemos a  imaginar– cuál es la fuente de la violencia física y psicológica de Abel y Verona, dos adolescentes criados en lo que más podría parecerse a una burbuja de protección dentro de un mundo completamente destruido. ¿Es uno de ellos intrínsecamente malvado y el otro se limita a aceptarlo y dejarse llevar? ¿Son las circunstancias extraordinarias que les impone la realidad las que han ido esculpiendo el carácter de los muchachos? ¿Existe la esperanza de un comportamiento humano, honesto y –en fin– bueno en alguno de ellos? La respuesta a estos interrogantes hay que buscarla en el devenir de la historia, y en las claves que Alejandro Castroguer ofrece al lector a lo largo de la misma: la relación con el padre ausente y el libro Malcovaldo de Italo Calvino, que ejerce de secreto manual de instrucciones del buen salvaje que se afana en buscar lo bello y lo bueno en una naturaleza mutada por la codicia consumista.

Dicho esto, sería injusto reducir “El Manantial” al indicado proceso reflexivo, pues los folleteos (las cosas por su nombre) y las torturas que jalonan la obra –y que, a veces, hacen difícil distinguir entre unos y otras– encajan a la perfección en una trama que avanza con la viscosidad e inevitabilidad con la que manan los fluidos corporales, y que atrapa al lector en su implacable devenir, trascendiendo géneros y convencionalismos.

 

PARA MI TU CARNE, VVAA

El colectivo Sevilla Escribe y varios amigos y simpatizantes nos presentan una selección de relatos de temática zombi que, además de demostrar la buena salud del género en nuestras tierras, nos permite disfrutar de nuevas composiciones de algunos de los maestros patrios del género (Carlos Sisí, Alejandro Castroguer o Juan de Dios Garduño), así como descubrir la habilidad de otras plumas con la carne en descomposición.
 
Ahora bien, decir que se trata de una recopilación de temática zombi es caer en un reduccionismo que no hace justicia en absoluto a la variedad de argumentos y situaciones de la obra: resonancias de un duelo propio del mejor western apocalíptico en el desierto almeriense de la mano de Carlos Sisí; el doblete de Alejandro castroguer, por una lado, compartiendo encierro con un asesino y un puñado de jóvenes disfuncionales en la catedral de Málaga, y, por otro, dándole una magistral vuelta a la historia con la verdad sobre los sucesos de Palomares; Juan de Dios Garduño nos ofrece una localidad privilegiada para asistir a un dilema moral de primer orden desde una azotea; Dico Jack representado por el flow de Manuel Mije, que repite también con algunos pequeños detalles (no por su tamaño menos conmovedores al tiempo que aterradores); la investigadora con Harley, catana y chupa de cuero de Vanessa Benitez, y -a cuatro manos con Alejandro Castroguer- el costumbrismo malagueño teñido de rojo sangre, fotografiado y enviado a Córdoba; el medio rural como escenario del advenimiento de los muertos de Pedro Escudero Zumel -que también se marca todo un thriller de tintes militares en el norte- y Felix Morales Hidalgo, cuya Carmela podría ser hija ilegítima de Berlanga; una doble mirada a la imposibilidad (o las simples dificultades dificultades prácticas) del amor en tiempos de zombis de Francisco Jesús Franco, desde el superviviente solitario hasta el seminarista vengativo; la toma de conciencia de uno de los actores principales del apocalípsis de Virginia Pérez; el sexo con los muertos bailongos de Juande Garduño Cuenca; una sesión doble con Juan Ángel Laguna: el roba-viejas que se mete donde no debe, y los ritos de iniciación en la infancia; el que esté libre de pecado tira la primera piedra, o una relectura moral del alzamiento de los muertos, por obra y arte de Luisfer Romero; y -last but not least- la trampa letal del marinerito cantor de Javier Sosa Garduño.
 
En definitiva, un cocktail se sangre y otros fluidos corporales propios de la putrefacción de la carne que hará las delicias de los aficionados al género, y que acredita que los muertos vivientes funcionan lo mismo en corto que en largo.

LA GUERRA DE LA DOBLE MUERTE de Alejandro Castroguer

Por más que, en efecto, insisto, la literatura zombi pueda considerarse un género específico, sometido a sus muy bien definidas reglas, en ocasiones encontramos obras que van mucho más allá, y que superan las limitaciones genéricas para hacer de la pandemia de los muertos un producto cultural absolutamente distinto. La novela que nos ocupa es uno de esos casos, en tanto que está más cerca del Pedro Páramo de Juan Rulfo o de Cien Años de Soledad que de los convencionalismos del género: tanto en su lenguaje como en su estructura apreciamos una clara distinción respecto de otras obras sobre (o de) zombis.

Asistimos a una Andalucía irreal, devastada por la guerra entre los muertos y los vivos, y nuestros acompañantes y protagonistas del relato son, precisamente, tres muertos devueltos a la vida, a una nueva no-vida, en la que las motivaciones que les movían cuando se encontraban vivos han sido olvidadas o mutadas irremediablemente por un hambre incesante. Un detective que viaja al corazón de la contienda en acto de servicios y oscuros experimentos científicos completan el cocktail letal que nos ofrece Alejandro Castroguer en sus funciones de exquisito barman.

Son muchos los escenarios andaluces en los que transcurre la Guerra de la Doble Muerte, pero nos quedamos sin duda con la trepidante acción que tiene lugar en nuestro querido edificio de La Equitativa. Y, en todo caso, más allá del detalle de las localizaciones, nos quedamos con una obra que demuestra que el género zombi está también abierto a la exquisitez.